sábado, 31 de maio de 2008

Esas mujeres sufridas

Esas mujeres sufridas (Historia verdadera)

Mientras veo salir la copia del artículo publicado en un periódico brasileño sobre la opresión de algunas mujeres inmigrantes, en un país de Europa, me acuerdo de la historia de Ana, la chica de la limpieza de mi apartamento.
Una chica discreta, de esas que casi no hablan y, cuando lo hacen, jamás nos traen sus propios problemas. Joven y recatada. No como las compañeras, que se ponen blusas con escote nada discreto, tacones bien altos, a las cinco de la tarde, la hora de dejar el trabajo para irse a la casa.
No las critico, pero me parece rara tanta vanidad, pues vuelven a sus pobres casas en autobús sin comodidad ni elegancia. Además no tienen sueldos para consumir futilidades. Descubro, entonces, que í, que se pueden comprar, en algunas "favelas" de Rio de Janeiro, en las tiendas de un comercio ecléctico, imitaciones de las marcas conocidas, casi como en China Town o Little Italy, en Nueva York.
Ana tiene otra cabeza. No sé si por tener una familia de mayor educación formal, a punto de darle un nombre sencillo. Nada que ver con los exóticos nombres habituales en nuestra clase popular, mezcla del padre y de la madre, como Silvan (Silvio y Vânia), Rosenilda (Rosemeri y Nildo), imitación del inglés, como el propio Rosemeri, o junción de dos nombres en un solo, como Ericnilsson. Si a los papás les gusta el sonido, corren a registrarlo en la notaría que, a su vez, puede distorsionarlo un poco más.
Para que la madre trabaje en jornada completa de ocho horas, los dos hijos de Ana, un niño de dos años y poco y una niña de cinco, se quedan con la tía, hermana de la madre, hasta las siete u ocho de la noche.
Después, hay otros quehaceres esperando a las mujeres brasileñas de poco dinero: cocinar frijoles y arroz, arreglar el café con pan de la noche, planchar la ropa seca, lavar la sucia, limpiar el baño, servir al marido y a los hijos, mientras los hombres se exaltan con el fútbol en la TV. ¡Por que, cueste lo que cueste! tenemos la televisión!
Un día de la semana pasada, el portero del edificio me avisa por el teléfono interno: la chica tiene problemas, no puede hacer la limpieza. Inmediatamente, bajo al portal y hablo con el administrador.
- ¿Qué pasa? ¿Ana está enferma? ¿Puedo ayudar en algo?
- No, señora. Ella está muy magullada. El marido le dio una paliza y tanto.
- Pero, ¿por qué?
- Bebe mucho. El domingo, invitó a un amigo al almuerzo y, por supuesto, a beber unas cervezas. De repente, al hombre se le metió en la cabeza que su mujer sonreía demasiado al visitante. El muchacho no era ningún seductor, pero tiene solo veinte años...
- Ana es una muchacha decente. ¡Qué absurdo!
Casi no escuchaba los susurros del administrador, tapándose la boca con la mano derecha, lo que me dejaba un cierto malestar, lo confieso. Hay una ética implícita entre empleados y patrones de mi edificio, por más liberales y modernos que seamos: un muro de respeto. Así que no me gusta ser la confidente de las aventuras y desventuras de esos empleados, sobretodo, en asunto de tal privacidad, a la vista de otras personas. Me gustaría saber de la chica, con mucha discreción.
Al día siguiente, la chica aparece con evidencias del incidente: uno u otro magullado en la frente, cerca del
ojo derecho, varias moratones, un hombro roto, el brazo derecho en cabestrillo. Imposible trabajar en condiciones tan difíciles. Le pregunté indignada:
- ¿Qué porquería de marido es ese? ¡Ese hombre está loco! ¿Qué vas a hacer ahora?
- No sé. Mi marido no quiere salir de casa y me ha dejado en la calle con los niños. Estoy desesperada.
Dos días más sin verla. Al tercer día, finalmente, llega a mi apartamento, sin decir palabra, como de costumbre. Veo una expresión más tranquila en el rostro:
- ¿Entonces, como estás? ¿Y tus hijos, los pobres? ¿Fuiste a la policía?
- Bien, señora. Tan pronto salí del doctor que me examinó las contusiones, una vecina me ofreció su casa para dormir cuantos días fuesen necesarios, hasta que la situación se calmase. Pasamos la noche en su casa y, por la mañana, yo pensé: “Ya sé lo que voy a hacer. Voy a hablar con el jefe del tráfico de drogas; mejor, mucho mejor que la policía"
El jefe-mayor del trafico de drogas, en nuestras "favelas", es el "protector" de los habitantes, por tradición. Pero no admite escándalos Hace justicia de acuerdo con sus principios, protege a quien se lo pide, desde que sea en voz baja. Tiene a los habitantes en sus manos.
Uno de los obreros de mi casa, tenía el hábito de discutir con la mujer a gritos. El jefe se acercó al hombre.
-¡Si sigues así, tendrás lo que mereces! ¡No quiero saber de policía acá!
Meses después, el obrero se borró de nuestras vistas, para siempre.
El bandido del caso Ana, un joven, como son casi todos los del narcotráfico, inmediatamente agarró un revolver y acompañó a la chica, diciendo al marido furioso, con voz de comando, que dejase a la mujer en paz, que ella volvería a la casa con los niños aquel mismo día, y él tenía que salir. ¡Y qué no se atreviese a protestar!
Desde entonces, Ana está tan contenta que canturrea, mientras limpia mi habitación Creo que se va olvidando del problema y del marido. Cuando le pregunto por futuros compañeros, Ana baja la cabeza y afirma:
- No, señora. ¡Compañero, nunca más! Los hombres son todos iguales. Estoy harta de sufrir. Soy libre ahora.
- Ana, cuidado para que no te enamores del jefe o de uno de los bandidos. Es una maldición. Sé de casos y casos terribles.
- No, señora. Tengo mucho cuidado con mis hijos. ¡No quiero saber de hombres!
La verdad es que, desgraciadamente, todo se soluciona más rápido con los bandidos, pero no puedo olvidarme de lo que los traficantes hicieron con la hija de una criada de mi familia. Una chica también discreta y afiliada a una iglesia evangélica. Se enamoró de uno, de cerca de su casa, que le regalaba cosas preciosas, la cercaba de cariño. Un caballero raro.
Un cierto día, la chica lo esperó hasta muy tarde y él, nada. Preguntó por él a todas las amigas. Se callaron, menos una, que no sabía ocultarle nada. El "novio" tenía otra amante, de quince años, no más.
La joven despreciada decidió subir a la casa del bandido, por primera vez., lo que era prohibido. Fue la última. Como una bestia enfurecida, el muchacho avanzó sobre ella. Atándole los brazos y las piernas, la cargó en las costas hasta el punto más alto de la loma, y la quemó viva, ayudado por otros compañeros. La pobre madre recogió las cenizas y se mantuvo en silencio, así como el padre y las hermanas. ¡Cállate, boca! ¡Ciega, sorda y muda, sí señor!
“Ana, querida, los bandidos son plagas. Hay que vacunarse a tiempo y mantener la distancia. Y cuando, por mala suerte, los encuentres, no les de razones de quejas. La quejas pueden venir con plomo Huye de los ojos tiernos. Si alguno de ellos te miran con cariño, seguro que sigue tormenta. No los mires de vuelta ¡vale!”
Maria Lindgren

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terça-feira, 27 de maio de 2008

Que saudade

Que saudade
a Manuel Puig
- Quem será o morador tão discreto do quarto andar? Gente de televisão, como a moradora de antes?-, pensava em voz alta a mulher.
Faltava ao homem o apreço à exibição, demandada pelo ofício televisivo. O vizinho do apartamento em frente ao deles raramente se deixava ver. A cabeça do casal se ocupava em curiosidade bisbilhoteira. Por outro lado, comum mortal não se esconderia tanto, o silêncio reinando absoluto no seu ambiente. Nenhuma fala em diapasão mais alto. Nenhuma festa escandalosa. Como as que costumam alucinar a vizinhança, impedindo o sono e as conversas íntimas. Som desmesurado a invadir os prédios, até pelas frestas das janelas, fechadas com mau-humor.
Tinha que ser um homem especial. Só era avistado eventualmente à noitinha, quando saía a pé pela rua, em sua vestimenta simples: calça, camisa e sandálias de couro. Ou de manhã, ao seguir o caminho da praia, barraca segura em abraço apertado, bermuda, camiseta, óculos escuros e sandálias havaianas.
Pobre não seria. Morava no melhor apartamento do prédio: uma cobertura duplex encantadora. Apesar dos quatro andares, de botar os bofes pela boca, a subir sem elevador, e mais uma escada interna, para exaurir de vez os músculos, em ginástica forçada.
Um dia, o mistério acabou. – Gente, é um grande escritor argentino, diz a vizinha. - - Ele ocupa o duplex do último andar.
Uma noite, o casal deliciava-se com um vinho italiano, enquanto ruminava, sem entusiasmo, uma pizza insossa, quando sentiu a janela do escritor se abrir. Não resistiu. Correram ambos, incontinente, à cozinha.
Lá estava ele. Debruçava-se, imóvel, sobre um jardim improvisado: uma espécie de varal, colocado da janela para fora, com plantas bem cuidadas. Não contendo a voz inoportuna, o marido ousou perguntar-lhe o que fazia tão pensativo à janela. Um forte acento espanhol, mesclado ao português, respondeu, num suspiro:
- Estoy esperando e desesperando!
Foi só. Nenhuma dica da pessoa esperada. Discrição respeitada pelo casal. Desse dia em diante, diálogo e encontro fáceis. Sobretudo, para a mulher que, professora de duas escolas, tinha intervalos de tempo entre uma escola e outra, e voltava à casa, antes de sair de novo.
Ao cair da tarde, tiro e queda: ela, estropiada e afônica de tantas aulas expositivas esgoeladas a alunos travessos, em época de pouco trabalho em grupo; ele, fiel a sua missão diária de visitar a mãe, moradora de um pequeno apartamento térreo, na mesma rua, logo adiante. Entre um “alô” e outro, o convite inesperado:
- Querés vir comigo à casa de mi madre? Vamos ver uns filmes antigos no vídeo. É uma pasión herdada de mi família.
Apaixonada, em grau similar, pelas velharias cinematográficas, ela, no entanto, titubeou. Tentada, não aceitou de imediato porque não havia chamado ou, ao menos, avisado, o marido, cinemaníaco igual. Coitado! Adorava filme antigo.
Na segunda vez, o Sim enfático. Marido esquecido. Pelo caminho, a conversa revelou um cidadão do mundo, um escritor de renome, no Brasil e alhures. Argentino de origem, amava o nosso país. Tinha vindo para ficar. Sobretudo, por causa da maldita crise da ditadura argentina, pior do que a brasileira. Lá, os militares pareciam mais ferozes e perseguiam os intelectuais de esquerda.
A mãe viera depois, devido a problemas familiares sérios, que não cabia esmiuçar. Ótimos oitenta anos, não perdia praia. Todas as manhãs, bem cedinho, dava uma nadada, enfrentava as ondas . Não queria enferrujar-se tão cedo.
A campainha soou e um rosto sereno, de cabelos grisalhos, em coque bem feito século XIX, emoldurou-se à portinhola do pequeno apartamento antigo. Um camafeu de verdade. A pobre moça pensou em seus próprios trajes e quase desistiu da visita, tamanha a vergonha do que vestia. Contraste total.
Mas em se tratando de uma dama e tanto, não importava. Ela a recepcionava, em sorriso acolhedor. Porte ereto de aristocrata, vestido de seda preta de mangas compridas e punhos abotoados por pequenas pérolas, comprimento de saia bem abaixo do joelho, decote em V, terminado em broche antigo de ouro e minúsculas pedras vermelhas, mal coberto por écharpe quase branca, de voile de seda pura. Meias finíssimas, da mesma cor da pele clara, e sapato preto fechado, de salto médio, completavam o manequim imponente, estranho ao ambiente à vontade, ou mesmo, esculhambado, dos cariocas da Zona Sul praiana do Rio de Janeiro.
Se era inverno ou verão, a senhora não suava, nem reclamava. Gente da alta. Uma lady diferente do filho, aclimatado ao jeitão informal do Rio, a não ser pela flagrante polidez de berço. Anfitrões e ambiente, um oásis, para uma professora recém-chegada do trabalho, impregnada da pouca beleza suburbana.
A moça foi conduzida à varandinha charmosa do apartamento. Sentaram-se as damas ao redor de mesinha redonda de vidro, em bonitas cadeiras de junco, de espaldar alto. O filho, bebida e petiscos vieram atrás. Nada menos do que licor requintado, daqueles de frade, em cálices de cristal finíssimo, água mineral em copos do mesmo padrão e biscoitos dos deuses.
Ambiente mágico. Sensações aguçadas, mentes e cores avivadas. A fantasia alimentava, sem esforço, as impressões da moça. A decoração da casa, de toque despretensioso na aparência, a postura da mãe e do filho, a conversa de sarau erudito contribuíam para o navegar por mundos idealizados. A simples idéia de estar ali, em meio ao requinte, tornava feliz a moça de criação modesta e pencas de sonhos irrealizados.
Num dos quartos, transformado em sala de minúsculo cinema de bolso, três caprichados aparelhos de televisão, cada qual com seus respectivos vídeos; cadeiras de braço em madeira e palhinha, arrumadas à moda de reduzida platéia. Não mais que três fileiras, de três cadeiras cada.
O filme da noite, um clássico do expressionismo alemão, uma obra-prima do cinema mudo. A convidada não conseguia concentrar-se no que a telinha lhe remetia, tal o deslumbramento com anfitriões e cenário.
Mundo onírico de sua juventude. E ninguém para a beliscar. Não despertaria, não fossem as vozes em indisfarçável sotaque castelhano, solicitanto-lhe, com respeito um tanto temeroso, a opinião sobre o filme. Claro que ela havia adorado, mesmo sem acompanha-lo direito.
Saiu, sonambulando pela rua, de braço dado com o novo parente de alma, adquirido por artimanha dos anjos. Despediram-se, comprometendo-se a repetir a dose, pelo menos, uma vez ao mês.
O casal mudou-se meses depois, para um apartamento mais distante do vizinho ilustre. Mesmo assim, continuaram os encontros da moça e do escritor, ao pôr-do-sol. Agora, mais esporádicos.
Irônico, em pseudo-indiscrição, o escritor lhe perguntara por que seu marido “carrasco” decidira aprisiona-la na torre tão alta de um castelo - a casa nova ficava no alto de uma ladeira íngreme. Ela entrou no jogo, respondeu com gracejos mentirosos, transformou o marido ciumento em guarda zeloso de penitenciária.
Uma tarde em que chegou mais cedo da escola, ouviu o interfone tocar e a voz terna, em português híbrido, a incitá-la:
- Princesa! Fuja de su castillo! Desça, princesa! Jogue as tranças, Rapunzel!
Riram muito, ela e o marido, dos epítetos. Ela confessou que não lhe caía nada mal tornar-se parte de uma corte, fosse a do marido, fosse a de um rei amigo. No fundo, preferia a princesa aprisionada e charmosa, à plebéia livre e desenxabida. Orgulhava-se..
Apesar da conversa fácil, o amigo e a moça nunca se permitiram contar intimidades. Destoavam do repertório, cada vez mais rico, dos colóquios. Foi assim à volta do amigo de viagem à Milão, onde estivera para lançamento de um de seus livros, em tradução italiana. A descrição, exagerada de detalhes, da cidade italiana requintadíííssima, riquíííssima, e dos freqüentadores sofisticados do coquetel, deixara a professora louca por aderir à comitiva do escritor, em uma próxima ocasião.
Na noite da estréia de uma peça, baseada em um dos livros do escritor mais em moda, outro extasiado momento. No instante em que ela e o marido apareceram à porta do teatro, o argentino brindou-a, lá do fundo do hall, com um “Princesa”, tão alto e bom som, que a transformou em celebridade de Festival de Cinema, olhos todos voltados para ela.
Num final de dia não mais cansativo do que os outros, uma certa gastura inexplicável. Pensou em suas costumeiras premonições. Sentiu receio de que algo ruim viesse a acontecer.
De fato, encontrou o amigo meio cabisbaixo. Faltava-lhe o rosto sorridente, o passo calmo e decidido das visitas à mãe. Antes que ela, inquieta, lhe perguntasse alguma coisa, esclareceu:
- Vamos mudar do Rio, Princesa. Fui assaltado ontem à noite. Por sorte, estou vivo. Tenho horror à violência. Estou apavorado de pensar em minha mãe, que mora sozinha. Não agüento!
- Ah! Meu Deus! Quando você parte?
- Semana que vem. Sem falta.
Enorme desapontamento. Como dispensar de sua vida o estrangeiro, compatriota por afinidade? Contava muitas pessoas amadas, perdidas pela vida. Mais esta?!
Pela primeira vez, os dois amigos, que jamais se haviam trocado toque mais íntimo, tentaram compensar a tristeza com um beijo na face e um abraço caloroso.
Os meses se passaram. Nada de notícia. O vácuo da ausência aguçava-se, a cada vez que a moça seguia pela rua do escritor ou passava pelo prédio da mãe.
Num encontro com a vizinha do apartamento ao lado daquele em que o escritor se escondia , as palavras que ela não queria ouvir:
- Sabe o nosso vizinho argentino? Morreu, coitado. Uma estupidez! Foi operar um cálculo de vesícula. Parecia coisa à-toa, mas pegou uma baita infecção no hospital e... foi-se.
A vida maldosa, sardônica, mais uma vez pregara-lhe uma peça sem sentido. O homem escapara do Rio violento para morrer, lá fora, de doença boba para os tempos modernos.
De novo, o sentimento de perda, ampliado mil vezes pela morte. Desnorteada, ela voltou ao ponto das tertúlias amistosas, agora irreais. Tentou visionar o amigo em seu retorno habitual da praia ou saindo em visita rotineira à mãe. Andou até o apartamento dos vídeos inesquecíveis. Tocou a campainha. Uma criança de seus sete anos abriu a porta. Sumira-se, na névoa da realidade, a senhora nobre. E junto com ela, a sutileza do amigo escritor, as sessões de cineminha privé, as emoções compartilhadas. Para sempre.
Em casa, desabou. Nunca mais Fritz Lang. Nunca mais Eisenstein. Nunca mais Princesa.
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Sessão Nostalgia traz recuerdos, muchos recuerdos. Dai...Manuel Puig

Poética de Geir Campos

POÉTICA

Eu quisera ser claro de tal forma
que ao dizer
—rosa!
todos soubessem o que haviam de pensar.
Mais: quisera ser claro de tal forma
que ao dizer
— já!
todos soubessem o que haviam de fazer.


Obs: Geir Campos é capixaba, mas foi em Niterói, Icarai que o conheci.

Itaipu das serestas



Itaipu das serestas

Itaipu diante dos olhos, Santo Deus! Há quantos anos não piso naquela areia fina, não vejo casa de pescadores, nem me regalo com mar de água mansa?!
Por que a Praia de Itaipu ficou tão difícil de alcançar, se moro em cidade vizinha a Niterói? Que mania besta esta de virar carioca, achar Niterói tão longe, se o vice-versa ao acontece?! Tem gente de lá para cá todos os dias, desde o tempo da Barca da Cantareira.
A foto de um pedaço de Itaipu suscita a recordação de um dia de verão, como tantos outros, e meu irmão, eterno viajante, chegando de fora com secura de farra musical. Seu desejo não era de nenhum espetáculo de música clássica ou popular, de cantores superbadalados, que os havia em pencas no Rio de Janeiro. Corriam os anos de 1970 e as novidades musicais brasileiras, tantas e tamanhas, davam ganas de cantá-las, dentro e fora dos protestos políticos da ditadura.
O que meu irmão queria era se juntar conosco em melodias, ouvir seu violão e sua voz em uníssono com a turma antiga do Fonseca, com os amigos mais novos e alguns parentes de gosto similar, nas serestas de dois, três violões e vozes de tons diversos. Cada qual querendo furar a apresentação do outro, mas contendo-se por educação e, claro, por amizade pra dar e vender.
A turma tinha cantoras desde a imitação perfeita de Carmem Miranda por nossa prima, até a bossa-nova, passando pela velha bossa das cantoras do rádio, da televisão mais recente e... do fado português de Amália Rodrigues. Os cantores, em menor número, esforçavam-se para acompanhar a si próprios e às cantantes, em seus violões, praticados nas horas de folga do trabalho Uns auxiliavam os outros, passando-lhes harmonias desconhecidas, sem competição. Afinal, éramos todos diletantes. Dali não saiu um único profissional da música popular brasileira. Não porque fossemos pior que muitos, mas porque a vida não nos deu, a tempo, as dicas necessárias. Ou o destino não quis, sei lá.
Que lugar escolher para a cantoria? Com calor de quase quarenta graus, ficou acordado que uma praia oceânica seria ideal. Mas, que praia escolher entre Itaipu, Itacoatiara, Piratininga, Camboínhas, Itaipuassu....?
Turma reunida em minha casa, repassamos as características de cada praia, segundo nossa opinião, é claro. Não seguíamos história, nem moda. Sonhávamos sossego em volta, para que os violões e as vozes soassem alto, sem atrapalhar ninguém.
Itacoatiara, não: mar forte e bastante casas de veranistas ricos; Pirati - apelido carinhoso de Piratininga - melhor para bebericar, papear e comer peixe assado na brasa; Camboínhas, quase deserta na época, dava um pouco de medo de mergulhar e saía da definição de praia, de meu imão: - Praia, pra mim, é um lugar de mar e bar. Além do mais, ainda que não se ouvisse falar de assaltos e seqüestros, os carros de nossa gente eram bem precários, sujeitos a enguiços constantes. E posto de gasolina, cadê? Itaipuassu, nem se fala: longe demais, sem infra-estrutura também. Opção geral: Itaipu.
Motoristas e caronas a postos, lá fomos para Itaipu. Bela praia de pescadores, de areia fina, cheiro de peixe fresco, ruínas de construções antigas, sambaquis famosos!
Só havia um ou dois bares do lado esquerdo da praia, onde o mar não batia: acariciava. A sede de bebida e prazer musical batiam o desejo de comilança. Escolhemos rápido a mesa mais discreta, mais acolhedora às cantorias, pedimos cerveja e... pronto: os violões iniciaram a obedecer a dedos bem ágeis, na seresta vespertina, sem hora para acabar. Dois violões e meia dúzia de cantores afinados, fora esparsos espectadores sempre sorrindo, em aquiescência muda. Palmas ao final de cada canção, compeliam a mais, mais, mais...
O grupo, quase sempre o mesmo: meu irmão cantor e violeiro, meu acompanhante oficial, os primos tocadores, cantantes também, a prima sambista, o amigo engraçado, as amigas assanhadas, os velhos amigos de meu irmão dos tempos do Fonseca sem praia, e que-tais.
Copos de cerveja à mão, goles pequenos ou grandes, linguiça frita caprichada, eventuais queijos e farofa, uma ou outra caipirinha mais ousada.
De vez em quando, um de nós escapava para mergulho refrescante. Depois, outro, e outro nunca ao mesmo tempo, para não quebrar a corrente sonora e a inspiração.
Diante do pôr do sol vermelho, extasiados, calávamos uns minutos, para recomeçar em seguida. Levantávamos a contragosto para sair, ao chamado do dono do bar: - Vamos fechar, minha gente. Já é tarde. Amanhã tem mais.
O resto era voltar bem cansados, quase sem goela, com dedos machucados de tanto percorrer as cordas do vilão e ... - Que tal voltarmos amanhã?!

sexta-feira, 23 de maio de 2008

Niterói ah Niterói

Niterói, Ah! Niterói
Revisitada pela memória, Niterói ia surgindo sob variados matizes. No melhor deles, ela nascera. Num local pouco povoado e muito acolhedor. Abria-se às pessoas como a um recém-chegado querido ou filho pródigo da Bíblia.
Havia carros, ônibus e casas, é verdade. Arranha-céus, não. E o bonde bamboleava-se devagarinho, sobre os trilhos brilhantes das vias principais. Correria, por quê?! Aglomerado sufocante de edifícios e veículos, nem pensar!
Na idade escolar, as árvores da Alameda São Boaventura, no Fonseca, onde ela morava, sombreavam-na, misericordiosas, no trajeto ensolarado diário: casa-colégio-casa. Principalmente, em dias de cólicas menstruais da pré-adolescência.
A ponte sobre o canal, logo perto do colégio, era convite irrecusável aos meninos do Colégio Brasil, em fuga matreira de uma ou outra aula, a sentarem-se, mesmo que mal equilibrados, em gostosa paquera das garotas do Colégio Nossa Senhora das Mercês.
O bairro residencial abrigava empresários, comerciantes, imigrantes ricos da Colônia Portuguesa, mansões claramente imitadas às Quintas lusitanas de além-mar. Aos moradores mais modestos, cabiam casas confortáveis, de estilo indefinido. Como a do seu pai.
De pobre mesmo, só os serviçais domésticos. Ou, pelo menos, não se mostravam despudorados, afrontando a classe média, como hoje, enchendo-a de sentimentos de culpa jamais resolvidos. Eram humildes e tímidos. Advinham, em geral, do interior do estado, na esperança de escapar às agruras da vida rude da roça.
Em flagrante domínio à paisagem, logo à entrada do bairro, a Igreja de São Lourenço. Imponente e bem cuidada, às custas de óbulos fartos dos católicos de muita fé, exibia portas escancaradas. Sem medo ou discriminação. Diferia e muito das igrejas do Rio de Janeiro da atualidade, com semi-abertas portas laterais, meio-fechamento envergonhado ou fechadura de cadeado descarado, na porta principal, parecendo cercear o direito dos católicos de viver sua crença às claras. Contaminação do medo à violência, do qual nem o Senhor consegue escapar.
Num dos aposentos das recordações, ela se via menina-anjo, em vestes brancas acetinadas, com asas de penas tiradas às aves e tudo. Coroava a cabeça da imagem de Nossa Senhora ou de Jesus Cristo, compenetrada de seu papel, fiéis contritos ajoelhados a seus pés, bem do alto do altar-mor da Igreja de São Lourenço. Ave,ave, Maria; Christus vixit Cristus regnat...
No matiz mais forte dos doze ou treze anos, o passeio de fins de semana, na calçada da igreja. Prazeres deliciosamente pecaminosos. Garotas marotas saracoteando rente ao muro, risadinhas de malícia e dengo; rapazes quase meninos, em toda a extensão da calçada, tomando coragem para o abordar final, quase sempre abortado. De vez em quando, um entrecruzar de olhares eloqüentes, um sorrir de promessa pagã, raramente cumprida.
“ Engraçado!- ela pensou - Na parte de trás do muro da igreja os namoros mais avançados cobriam-se de beijos, abraços e carícias, nunca imaginados pelos puritanos. Ninguém perturbava os jovens casais. Nem os padres, nem as carolas, nem os nossos pais tão durões.”
A mãe dela, carioca convicta, não se conformava com a moradia no bairro de comércio rudimentar e poucos atrativos. Lutava para sair "do buraco" em que o marido a enfiara. Sonhava, pelo menos, a Praia de Icarai. Queria, a todo custo, recuperar o Rio de Janeiro de sua mocidade divertida. Nem que fosse através da bela paisagem avistada da orla marítima.
- Vivo encafuada nesse Fonseca. Em Niterói, minha filha, só se salva mesmo a vista do Rio –, resmungava, em flagrante desdém. - Por isso é que eu quero morar em Icaraí. Pelo menos, mato, de longe, as saudades da minha terra.
Ignorante do Rio de Janeiro modificado pelos tempos modernos, a mãe suspirava fundo, olhos úmidos, contaminando a filha. Imbuída da busca do paraíso praiano, a adolescente tratou de arrumar namorado do bairro aspirado. Passou borracha nos moços do Fonseca. Reservou-se para os queimados de sol das areias encantadas.
Teve sorte. Casou-se com um rapaz de boa família e morador de rua bem na praia. E em cerimônia religiosa. Pompa e circunstância, na igreja da moda. O máximo! A notícia, com foto e comentários elogiosos, na coluna social do melhor jornal da cidade.
O casal se juntou, no auge do amor, num apartamento de cômodos pequenos, sala e dois quartos, no último andar de um edifício pequeno. Não tinha elevador, não ficava exatamente na praia. Servia, porém, ao casal recém-casado e apaixonado. No verde aprazível do Campo de São Bento, deram início à nova família. Nascera a filha.
Muito mais tarde, com mais um filho, no apartamento de quatro quartos espaçosos, no último andar de um edifício elegante, na praia, com playground, elevador e sol ardente... separaram-se.
A cidade, de matizes cinzentos, abandonada e fedorenta, afinava-se ao tom melancólico da moça sem parceiro, com dois filhos a criar.
Cada vez que se forçava a espairecer a cabeça estonteada e saía de casa a passeio, a moça era obrigada a utilizar seus dotes acrobáticos e pular por cima de esgotos de água imunda, explodido dos bueiros, estagnada junto ao meio-fio das calçadas. Um tour de force atravessar as ruas de um dos bairros mais finos de Niterói!
Não era somente sujeira e fedor. Nas vias de acesso mais importantes, crateras no asfalto nunca renovado. Em todos os lares, a presença, sem nostalgia, de lampião a gás ou querosene, denunciando o colapso freqüente da energia elétrica. Em pleno verão de corpos melados de suor, cadê a bendita água? Banho tapeado de balde. Século XIX.
Apesar disso, Niterói se expandia em moradores e lojas comerciais. A cidade fazia por acompanhar a modernização. Enchia-se de grandes e confortáveis edificações.
A infra-estrutura da cidade é que não casava com o boom visível. Nem facilitava à moça o casar-se de novo. Arrumar segundo marido na Niterói dos anos 70, tarefa árdua, quase impossível.
Somente as amizades a prendiam à terra fluminense, em nó a cada dia mais frouxo. Transbordando alma e coração, os amigos e amigas não mediam esforços para suprir-lhe as carências. Amparavam-lhe as tonteiras da dor, distraíam-lhe os filhos sem pai, mitigavam-lhe o sofrer do fim de uma união, antes eternizada pela benção religiosa e paterna.
- Pensa bem no que fizeste, filha. Casar é para sempre!-, afirmava-lhe o pai, temeroso da possibilidade de um novo enlace.
Ecoando pelo vácuo da casa sem homem, a frase surtiu efeito: empurrou-a para o Rio de Janeiro, tão logo arrumou comprador para o apartamento. Cidade nova, sorte nova.
Desapontamento. A gente carioca, afamada pela simpatia, decantada pelos prolíferos elogios maternos, não se lhe apresentara com um “muito prazer” amigável. Não eram poucas as chacotas a respeito de sua cidade de origem, desrespeitada e desprezada pelos moradores esnobes do Rio de Janeiro.
- Terra onde urubu voa de costas, dizia Stanislau Ponte-Preta, cronista famoso do Rio. - Cidade-Sorriso Desdentado - exclamavam conhecidos maldosos e metidos à besta.
Depois, vieram os amigos cariocas ou acariocados, por serem de outros Estados. Costurou-os a ponto fino, com obsessão de bordadeira. Foi se tornando, sem o perceber, uma carioca quase autêntica. Aos poucos, perdia Niterói. Atravessar a Baía de Guanabara, de lancha ou pela Ponte, ontem uma tarefa rotineira, que sacrifício!
É verdade que as parcas posses não lhe permitiam o conforto de um carro. Morava em Copacabana, após o divórcio. Seria obrigada a usar ônibus ou carona de automóvel, pela Ponte Rio-Niterói, uma vez que, péssima nadadora, só então de deu conta da possibilidade de naufrágios das lanchas, que faziam a travessia dos passageiros na Baía de Guanabara.
Passados mais de vinte anos sem viver Niterói, convite irrecusável de primos da terra chegou-lhe de surpresa. Decidiu-se por vencer a preguiça e a covardia. Aceitou. Aprontou-se cuidadosamente para a visita, corpo e coração em tremedeira e batimentos incontroláveis. Desde o caminho da Ponte, no carro dos primos gentis.
Logo à entrada da cidade, estranhamento! O carro deslizava em ruas bem pavimentadas, o branco da pintura fresca realçando-lhes os contornos. Setas bem visíveis evitavam erros de direção. Sinais de trânsito, comandados por maestro invisível e coordenado, abriam-se e fechavam-se, em compasso bem controlado.
Os anfitriões, no afã de mostrar à prima a profilaxia da Cidade-Sorriso, de dentes bem obturados, escolheram, zelosos, o caminho a tomar: um tour pelo Centro da cidade, em direção à Praia das Flechas; depois, à Praia de Icaraí, nosso destino final.
Atraentes matizes renovados. O velho teatro, outrora jogado às traças, restaurado e engalanado, anunciava balés, performances musicais e teatrais. Demonstração inequívoca de apreço pela cultura. A rua principal alargara-se em beira-mar esmerado. O ex-Palácio do Ingá, bem trajado, compatibilizara-se com sua nobre função de patrimônio histórico-cultural. E todo o Centro mudara para melhor. Até mesmo a Ponte das Barcas, como se chamava antigamente. Um bem surtido shopping center, rodoviária impecável para o povão, camelôs organizados, entre outras melhorias dignas.
- Gente! Deram um banho de loja geral em minha terra?!- deixou escapar, contente, em voz alta.
Logo após a curva da Pedra da Itapuca, a Praia de Icaraí despontou em matizes radiosos. A fala fácil de Miriam suspendeu-se, boquiaberta. A praia se exibia toda, donzela de corpo bem esculpido. Pessoas de idades variadas no passeio da manhã abençoada; carros discretos, em cadência civilizada, cordatos aos sinais de trânsito. E o sol suave do outono brasileiro, carícia pura na pele dos bebês.
Do playground do prédio, bem situado em ponto estratégico do Canto do Rio, óculos de grau a postos, a ex-niteroiense pode admirar, sem atropelos, o formato peculiar do moderno museu de Niemeyer. “Cálice de champanhe da casa de minha família”, observou, em silêncio. Zelando pela velha paisagem da orla marítima, o monumento parecia gritar:- Olha, minha gente! Aqui se faz cultura! E da boa! Ninguém precisa mais atravessar a Ponte para admirar a Arte, se divertir e encher a cabeça de belos devaneios!
E intactos, como no tempo da mãe, os contornos dos monumentos naturais da Cidade do Rio de Janeiro, oferecendo, gentis, à cidade-irmã, a vista esplendorosa. Lá... bem pertinho.
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sábado, 17 de maio de 2008

E agora, Minha Praia do Coração


Depois da nobreza toda sair da Suécia e de Portugal para o brasil, fui parar em Niterói
E assim, conheci Icaraí, minha praia da infância. Não posso deizar de falar dela, né mesmo?

Minha Praia
Praia de Icarai- Niterói - s/data

Revejo a foto da Praia de Icaraí, contrariada. Não, não estou disposta a lembranças. Por que fui abrir este site, meu Deus! Logo hoje, dia de ressaca de dores mal acompanhadas de sonolência, por conta de inúmeras tentativas de remediar o impossível!? Do saco de água “pelando”, do tempo de minha mãe, aos anti-inflamatórios poderosos, ruína dos estômagos sensíveis.
Por que não me deixo ficar na cama, sem me mover, na posição que melhor convier aos músculos tensos pelas -ites: tendinite, no lado direito do pescoço, e bursite, na articulação coxo-femural da perna esquerda? Por todos os lados, pois.
Nem me lembro de quantas vezes me vi com saco de água quente ou de gelo, massagens variadas, exercícios de esticar corpo, aplicação de ultra-som, tração cervical e outros paliativos, para terminar postada na cama por três intermináveis dias de bestar.
Agora, com a foto de Icaraí, Niterói, à minha frente, como a implorar recordações, não tem jeito: falo dela. Começo por uma praia de sonhos de menina do Fonseca, bairro sem mar, nem brisa fresca. Calorão de fim de ano e eu, vestida de uniforme do colégio, a suar, suar, suar...Icaraí, miragem de menina sedenta de frescor, substituta do sol grosseiro sobre roupa quente: saia de percal - uma mistura de brim e lãzinha -, blusa branca de popeline de manga comprida, sapato fechado preto, com meias brancas. Colégio de freiras.
Lá bem longe, Icaraí: maiô de lycra meio comprido, mas sempre maiô. E muito refresco gelado. De preferência, limonada, com muito gelo, muito açúcar e pouco limão.
Minha irmã e eu fugíamos da escola de bonde ou “lotação” - micro-ônibus da época - direto para a praia. Na pasta escolar, o maiô escondido. Então, que beleza! Infração, junto com praia, prazer em dobro.
E que praia! Areia branquinha, mar sereno, limpo, trampolim para os mais afoitos, biscoito timguilim - aquele cilíndrico, de casca levíssima e tostada, barulho anunciado semelhante à matraca de igreja na Semana Santa. E mais, sorvete de frutas ou creme, feitos a capricho em sorveteria doméstica, mineirinho - refrigerante bem doce, bolado por Niterói, sem entrada no Rio de Janeiro.
O mar de marola, pouca onda, límpido de se ver o corpo mergulhado até o pé, atraía à carícia da água ou à natação dos mais corajosos. No meio da Praia, a uma distância possível de se chegar a nado, o trampolim - idéia feliz, mas perigosa, não sei bem de qual prefeito. Sempre apinhado nos fins de semana calorentos, de céu azul, deixava cair ou saltar os meninos e rapazes indômitos, para horror dos mais velhos.
Depois das fugas eventuais, férias e Praia de Icaraí até ficar torrada, a ponto de minha mãe se envergonhar da “crioulinha” adolescente. E eu, prosa, com minha tonalidade de pele a la mulatas de Gauguin, sucesso garantido com os garotos. Maiô branco ou amarelo, para realçar a cor.
Estranho! A época era de muito preconceito racial, mas todas as minhas amigas invejavam o meu queimado praiano. Incoerência?! Verdade que, na praia, a morenice disfarçava qualquer celulite de meu corpo bem rotundo. Tipo boazuda, ideal dos rapazotes.
- Olha que morenão! Um traseiro!
À noite, o footing até nove e meia, no máximo. Pai severo, filhas medrosas obedeciam. Um dia, mal saindo da adolescência., o amor encontrado no passeio noturno. O moço moreno e forte fixou-me os olhos lânguidos, eu me derreti: caí de paixão. E o que era mais tesão do que amor, virou casamento.
Do dia do casório até o nascimento dos filhos, a praia tornou a ficar mais longínqua. Não porque se morasse tão longe assim, mas porque mulher casada sem desculpa de filho, não dava.
Assim que os filhos cresceram, puderam andar sem ajuda, a praia de novo, com assiduidade. Moradores de apartamento, já se sabe, têm que procurar lugar amplo, arejado, para distrair os filhotes, ajudá-los a crescer. Em Niterói, Icaraí nos dias de verão, ou Campo de São Bento, nos dias menos quentes.
A ida à praia tinha seu aparato: desciam do armário baldes, pás e ancinhos de plástico, barracas e cadeiras de lona... uma parafernália de uso obrigatório. Só que, às vezes, as crianças ignoravam seus pertences praianos, preferindo a bola, a peteca do vizinho de barraca ou buracos e castelos feitos à mão mesmo.
À volta, o gosto de um banho frio de ducha maravilha. À noite, sono fácil para toda a família: filhos, por excesso de brincadeira; pais, por excesso de trabalho e um tanto de preocupação com as peles ardidas das crianças. Para mim que, desde pequena, desenhava um dia feliz como de sol e praia, exaustão de prazer. E boa lembrança para toda a vida, não importa os acidentes de mergulho ou as ressacas na Boa-Viagem.
Anos depois, moradora de Copacabana, passo pela Praia de Icaraí. Cadê o trampolim? Cadê a areia limpa? Cadê a água de pés nítidos?
Com o crescimento imobiliário, Icaraí não deu conta dos prédios poluentes nem dos moradores. Os mais chiques fugiam para as Praias Oceânicas: Itacoatiara, Piratininga, Camboínhas...
Envergonhada, confesso: eu, também.
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Los pecadillos de los genios

Em espanhol, sim, porque estou em aula particular, preciso praticar e o texto foi devidamente corrigido,com pouco lápis vermelho, viu?
Mathilda Kovak escreveu Jardim de infância dos Genios, um livro infanto-juvenil super-super, que aconselho até para adultos. Mas eu, não pretendendo imita-la: escrevi o texto Pecadillos de los genios, por causa de artigo que cito no corpo do texto.
Aí vai:

Pecadillos de los genios

Habituada a admirar los genios por de su propia condición de superioridad en relación a nosotros, “pobres mortales”, de ser personas muy especiales, con un don privilegiado de Dios, me sorprendo, cada vez que los biógrafos relatan particularidades y extrañezas de su vida particular.
Freud, pobrecito, después de descubrir tantas cosas importantes en la psique humana, al final de la vida y en razón de un cáncer, tenía un olor tan malo que ni siquiera su perro lo suportaba. Shakespeare , el poeta y dramaturgo del amor inolvidable de Romeo y Julieta, escondía de todos la homosexualidad prohibida en su tiempo, que solo se puede percibir en algunos de sus sonetos de amor. Da Vinci era hijo ilegítimo; por esto, muchas veces, usaba el apellido Leonardo, y cuando murió, su cajón fue seguido por sesenta mendigos, de acuerdo con su extraño deseo. Voltaire estudió en una escuela jesuita y su éxito de debe mucho a las sátiras sociales en las cuales criticaba las costumbres de su época. Por esto, la Iglesia Católica lo condenó hasta después de la muerte, quitándole el derecho de ser enterrado en algún cementerio. Beethoven tuvo que vivir mantenido por nobles de Viena, mientras su producción musical después de la sordez se enriqueció
Los ejemplos son muchos, pero quiero hablar de un genio llamado Albert Einstein, comentado en el artículo de Luiz Miguel Ariza, También Einstein era relativo, en El País de domingo, 24/05/2008.
El hombre, que “reinventó la forma de mirar el universo y su espacio-tiempo”, tuvo esposas, amantes e hijos. Nada más natural en tiempos de hombres machistas, pero Einstein era demasiado inestable y pasional: escribió más de 4000 cartas de amor, tuvo un montón de mujeres, incluso una espía rusa y dos matrimonios conocidos, a pesar de no ser nada limpio con su cuerpo, como tampoco lo era James Joyce, un genio de la literatura inglesa.
Las convicciones de Einstein eran antagónicas: defendía muchos derechos humanos, como el derecho al aborto y el homosexualismo, era un pacifista que agredía a su mujer. Dicen que aceptaba la pena de muerte, pero escribió en defensa de los inmigrantes judíos que se iban a America en busca de protección.
La conclusión a que llego, al leer sobre hombres tan importantes en los diferentes campos del conocimiento humano es clara: Los genios son seres humanos. Y como tal tiene virtudes y pecados, igual que nosotros ¡Ufa, que alivio!

Maria Lindgren

quinta-feira, 15 de maio de 2008

pedacinho de poema de Alberto Caeiro

" O meu olhar é nítido como um girassol
Tenho o costume de andar pelas estradas
Olhando para a direita e para a esquerda
E de vez em quando olhando pra trás..."
Ficções de Interlúdio

Agora sim, todos podem entender o porque dos gurassóis de Van Gogh. Não faço por menos

terça-feira, 6 de maio de 2008

Minha Nobreza

Minha nobreza
Tenho dois sobrenomes: Alves, de meu pai; Lindgren, de minha mãe. Apesar de respeitar a familia portuguesa de meu pai, não tenho dúvidas de que o sobrenome sueco de minha mãe, mais estranho, sempre tem mais força em um país de língua portuguesa. Pelo menos, todas as vezes em que falo Lindgren, seja para documentos oficiais, seja em roda de amigos, tenho que soletrar a palavra L de leite, I, de idéia, N, de não... Um trabalho e tanto!
Quando não caem na gargalhada ao saber que sou descendente de suecos.
- Que nada! Morena desse jeito só pode descender de preto ou índio.
Na verdade, não tenho nada de sueca. Quem me dera a classe de uma Greta Garbo ou uma Ingrid Bergman! Se minha pele parece mulata é porque gosto que me enrosco de sol e venho de gente da Bahia, da negritude dos baianos. Quanto a meus cabelos, são mesmo é castanho-escuros e, se exibo raios louros, é por força e graça dos cabeleireiros que me escondem os cabelos brancos.
Os Alves

Os Alves são de uma aldeota portuguesa quase desconhecida. Chama-se Moura Morta, não se sabe bem porquê. Talvez alguma árabe, querida do dono da terra, tenha morrido cedo e o homem resolveu homenageá-la, como aconteceu com a célebre Inês de Castro, que foi rainha depois de morta, como todos sabem, até Camões.
Conheci a terra de meu pai a custo, por bondade de um motorista mais sabido da Régua, que me levou até lá, só para me ver em lágrimas. É um lindo lugarejo, espalhado na Serra do Marão, no norte de Portugal.
Meu avô paterno era professor da única escola primária da região, onde meu pai cursou as primeiras letras, por cinco anos apenas. O que o ajudou a prosseguir nos estudos até altas horas da madrugada, à luz de velas e, depois, por toda a vida de imigrante comerciante. Terminou sua vida de oitenta anos e seis anos, com leituras variadas em português, francês e espanhol. Louco por poesia, lia e relia Camões, com facilidade, em qualquer edição, além de muitos outros. Seu último trabalho em casa foi um ensaio sobre O Nome da Rosa, de Humberto Eco.
Seu Alves trabalhava num bazar, comércio pesado, nove ou dez horas por dia. Jantava com a família e, uma vez ou duas por semana, lá se ia fazer conferências filosófico-religiosas, junto com intelectuais católicos, na igreja de São Lourenço ou no Cenáculo Fluminense de Letras, de Niterói, cidade em que vivia. E fez palestra até no Gabinete Português de Leitura, do Rio. Quer mais nobreza do que esta?
Devo a meu pai minha formação literária, o gosto pela poesia, pela literatura em geral, motivo de muito orgulho..

Os Lindgren

A familia Lindgren, nos contava minha mãe, resulta do casamento, na Bahia, de um consul sueco com uma baiana sensual e morena. Seria por preconceito a omissão de que era negra, como a mulher da foto? Só sei que o tal diplomata branquelo, de olhos azuis e cabelo louro tarou por minha bisavó.
Essa história me provocava sonhos com um sueco que se apaixonava perdidamente por mim. Por isso, a mania de namorar louros. Até que um morenão me pediu em casamento e logo falei que sim: medo de encalhar aos dezenove anos.
Minha avó clarinha, eu me lembro, tinha olhos azuis, quase cinzentos; meus tios e primos, mescla de morenos e louros não me deixam mentir.
Mas, se quero contar tudo o que sei dos Lindgren, há que mencionar uma carta que recebi por email, há pouco tempo. De Celindgren Para Maria Lindgren
Um primo desconhecido me descobriu no Google, ao procurar o nome de nossa familia. Contou uma historia bem mais detalhada. Meu bisavô sueco, chamado Oscar, tinha um irmão Carlos, com quem não se entendia. Por isso, deixou a Bahia, estudou medicina e se mandou para o Rio de Janeiro com uma brasileira, baiana ou carioca, sei lá. Desta união nasceram quatro ou cinco filhos, mas nenhum era intelectual, ao que se saiba. Meu primo chegou à conclusão, bastante estranha, de que a família Lindgren não é muito inteligente e ficou superfeliz ao me encontrar na Internet, uma Escritora. Pulei de alegria eu também.
O que o cara não sabia era de meu irmão diplomata, autor de vários livros sobre Direitos Humanos, da Astrid Lindgren, uma escritora de literatura infantil, sueca e premiada, que tem um monumento em sua honra acho que em Estocolmo. Além disso, eu mesma conheci uma moça de Brasília, doutora importante, que trabalha com um grupo conhecido de médicos. Vários Lindgren “intelectuais”, portanto.
Este meu primo, acrescentou que minha familia materna vem de um casal sueco de 1741. Hans e Helena. Portanto, somos de linhagem antiga. O que me faz sentir parte da nobreza sueca, hm, hm.
De minha mãe, além do sobrenome complicado, carrego a tendência à ironia, à gozação e às festas, o que não é pouco.
Só que ainda trago no peito a esperança de, um dia, ser chamada de Marquesa Maria Lindgren. Não faço por menos. Quem sabe?
Maria José Lindgren Alves, vulgo MARIA LINDGREN

Lento..., extrato de poema de Natercia Freire

" Estou no fundo ou estou nos cimos?
Estou morta ou estou a sonhar?
Tenho as mãos presas nos limos
ou molhadas de luar"


Boas-vindas

Minha gente querida
Agradeço muito a visita a meu vício mais atual de escrever.
Que gostem e me perdoem os errinhos. Sou uma velha novata.
Maria Lindgren